Aunque este hongo se ha descrito para distintas locaciones en Colombia y su uso comestible no se había planteado, se ha establecido que no es tóxico y que cultivarlo de forma controlada sería una opción para comunidades sin acceso a proteína de forma regular.
Así lo señala investigadora Andrea Portela, del Departamento
de Biología de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), quien recuerda que
este hongo fue descrito por primera vez en 1999, por la micóloga y taxónoma Ana
Esperanza Franco y está presente en Antioquia, Boyacá, Cundinamarca y Nariño.
Se encuentra especialmente en bosques dominados por pinos,
eucaliptos y algunos robles nativos y hay registros de que se consumen en
Iguaque y Chiquinquirá (Boyacá), donde se le conoce como “lechucitas”, pero no
hay ningún desarrollo industrial en el país.
Para el estudio, primero se recolectó el hongo, se
identificó en el Laboratorio de Fisiología de Hongos de la Universidad y una
prueba de toxicidad a través del Test de Meixner, que dio negativo.
“Para el crecimiento micelial en el laboratorio se emplearon
8 medios de cultivo que se dejaron crecer durante 10 días a 25 oC
y cada día se medía su crecimiento para saber cuál era el mejor medio, que
resultó ser el Agar Extracto de Malta (MEA).
La investigadora explica que dentro del reino fungí, es
decir de los hongos, existen unos conocidos como macromicetos, los cuales se
reconocen por la generación de un cuerpo fructífero vistoso que los humanos
aprovechan como alimento, como los champiñones y las orellanas.
“Estos hongos son conocidos como alimentos funcionales por
sus propiedades nutricionales, y tanto diversas comunidades como la industria
farmacéutica los han empleado para el tratamiento de enfermedades, por lo que
es un campo potencial de investigación en países como Colombia donde existe una
enorme diversidad de hongos silvestres aprovechables; no solo existen hongos
comestibles, pues hay otros tóxicos y alucinógenos, por lo que se debe
descartar que el hongo estudiado pueda ser dañino”, recalca.
Así crecen
El género Macrolepiota está compuesto por
30 especies conocidas en el mundo y suele crecer unos 20 cm; son especies saprofitas,
es decir que crecen en suelos en descomposición, por lo que se puede recrear la
composición del terreno.
“Ya se han cultivado especies como Macrolepiota pocera,
popularmente hongo parasol, que es reconocido en el mundo por su sabor, tiene
alto valor medicinal, es fuente de proteína, vitaminas, altas cantidades de
fibra y bajo contenido graso. Taxonómicamente hablando, es la especie más
cercana a Macrolepiota colombiana”, señala la bióloga
Portela.
Para el crecimiento de la M. colombiana se
prepararon seis mezclas que contenían 60 % agua y un sustrato como aserrín
de eucalipto, aserrín mezclado, sorgo y junco, sorgo y cascarilla de arroz,
hojas de roble y hojas de eucalipto.
“Para los sustratos se mezclan los materiales, luego se
disponen en bolsas de polipropileno cerradas con cuellos de PVC y algodón, se
esterilizan en un equipo llamado autoclave y en una cabina bajo luz
ultravioleta, para matar cualquier microorganismo presente”, explica la
investigadora Portela.
Después se puso en cada bolsa una cantidad del hongo que
había crecido en las cajas de Petri y se incubó a 27 oC durante
50 días, los mejores fueron el sorgo-junco y sorgo-arroz.
“En sorgo y arroz, la colonización completa del sustrato se
dio al día 50, igual que en sorgo y junco, este último un potencial sustrato
para evaluar otras especies, y máxime si se considera la problemática ambiental
de los humedales debido a esta especie”.
Para la última etapa se pusieron las bolsas abiertas en un
invernadero casero –por las restricciones de la pandemia– con una capa de suelo
esterilizado y hojas de eucalipto para simular las condiciones en las que
normalmente crece.
“No pudimos evidenciar la fructificación del hongo por
limitantes experimentales; para próximos estudios se recomienda emplear sustratos
con un tamaño de partícula estandarizado bajo condiciones de invernadero
controladas y con sustratos más ricos en nitrógeno”, puntualiza la bióloga
Portela.
Por último, la investigadora también recalca que el
siguiente paso son las pruebas organolépticas para saber qué tan comestible es
el hongo, que se estudie la distribución en el país para encontrar sustratos
nativos que se emplearían en la producción y plantear su posible uso comercial
en el futuro para comunidades que tengan dificultades para obtener regularmente
una fuente de proteína de forma.
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